Amistad con los Santos y Anhelo de Eternidad

“Hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

Un célebre pasaje de las Confesiones de San Agustín describe una conversación con su madre, Santa Mónica, mientras se preparan para regresar de Italia a su natal norte de África. Las oraciones de Mónica, entre lágrimas, han sido escuchadas; Agustín ha abrazado la fe católica. Su conversación está impregnada del Espíritu Santo, y al hablar del Cielo, casi sienten como si hubieran sido transportados allí. «Estábamos en el presente, y en presencia de la Verdad», escribe Agustín, «discutiendo juntos sobre la naturaleza de la vida eterna de los santos: la cual ningún ojo ha visto, ni oído ha oído, ni ha entrado en el corazón del hombre» (Confesiones, Libro IX, Capítulo X, 23). Esa misma semana, Mónica muere antes de que puedan emprender el viaje, y Agustín debe partir hacia África sin ella.

Uno de mis amigos suele mencionar el Cielo en nuestras conversaciones y cartas. Como alguien que, a veces lucha contra la depresión, contemplar el Cielo es un gran consuelo para él, y me ha preguntado muchas veces si yo también pienso en ello. Antes solía decir que no, pero con los años he empezado a pensar cada vez más en el Cielo, por un lado por la influencia positiva de su amistad y por otra parte, por mi amistad con los santos.

Durante la mayor parte de mi vida, no tuve una gran devoción a ningún santo porque no me enseñaron mucho sobre ellos. Tampoco dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre el Cielo, por un par de razones. Primero, a pesar de tener una imaginación muy intensa desde la infancia y ser una soñadora empedernida, siempre me ha costado mucho imaginar cómo podría ser el Cielo. Supongo que, en cierto modo, no quería equivocarme. Las Escrituras nos dicen que no podemos imaginar «lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Corintios 2:9), así que ¿para qué intentarlo?

La segunda razón es más difícil de admitir: tengo muchos apegos terrenales. Por muy mal que esté el mundo, me encanta vivir en él. Hace poco oí una anécdota sobre un sacerdote que le explicaba a un niño que cuando una persona muere y va al Cielo, se convierte en santo. El niño rompió a llorar, protestando que ya no quería ser santo porque no quería morir (al menos no antes de cumplir su sueño de jugar béisbol profesional), y una parte de mí todavía se siente así. Amo a la gente de mi vida, mi acogedora casita, mis gatos, los libros, los museos de arte, las obras de Shakespeare, viajar, bailar, el café y los postres. Dejar todo eso atrás, especialmente por algo que no puedo ni imaginar, me parece una tarea titánica. Sé que no debería amar tanto el mundo, pero lo amo.

Afortunadamente, encontrarme con los santos en peregrinación ha comenzado a cambiar mi perspectiva. Me he dado cuenta de que puedo imaginar algo concreto del Cielo porque sé que estará lleno de los rostros de mis amigos, los santos. Y si ellos se enfrentaron a la muerte y la vencieron con Cristo, entonces la perspectiva de morir y dejar este mundo atrás no parece tan desalentadora. Además, cosas que antes me parecían grotescas —como reliquias de primera clase y restos terrenales expuestos en ataúdes de cristal— ahora son, en realidad, visiones reconfortantes para mí porque los santos son personas que conozco y amo. Permítanme darles algunos ejemplos.

Cuando visité por primera vez la cripta de mi santa patrona, Clara de Asís, en 2003, siendo estudiante de secundaria, y vi que su cuerpo era visible para los peregrinos, me quedé impactada. ¿Por qué las Hermanas Clarisas mantendrían expuestos los restos terrenales de su fundadora, incluso con el rostro cubierto por una máscara de cera? ¡Qué extraño! Pero a pesar de mi repugnancia inicial, sentí una atracción casi magnética que me impulsaba a permanecer allí, en la cripta, y rezar. Me arrodillé y sollocé (lo que preocupó bastante a mi madre, que me acompañaba), y no dejaba de repetirme: «Ella es real. Es realmente real». Había leído historias sobre Clara desde pequeña, pero nunca había estado frente a frente con la realidad de su vida y muerte terrenal. Desde entonces, me ha enseñado a recordar que la santidad, en última instancia, es mucho más sencilla de lo que pensaba. Una de las frases que se le atribuyen es: «Ama a Dios, sirve a Dios; en eso está todo».

He experimentado también un gran consuelo en la tumba de San Pablo, quien se ha convertido en uno de los padres espirituales de mi vocación a la virginidad consagrada. Cuando visité por primera vez la Basílica de San Pablo Extramuros en Roma con cuatro de mis mejores amigos en 2011, estábamos arrodilladas juntas en la confessio (el espacio empotrado en el suelo de la basílica, cerca de la tumba del santo bajo el altar mayor), cada uno orando en silencio por nuestras intenciones y nuestras futuras vocaciones. Me impactó profundamente la sensación de cuidado y ternura paternal de Pablo, y la verdad de que deseaba que descubriéramos y floreciéramos en nuestras vocaciones incluso más de lo que ya lo hacíamos. (Lo más maravilloso de esta experiencia es que ahora, dos de esos amigos son sacerdotes diocesanos, uno es esposo y padre, y yo estoy consagrada y la cuarta amiga se está formando para su vocación. ¡Dios es bueno!).

Podría escribir un libro entero sobre los santos que he llegado a conocer y amar a través de las peregrinaciones, pero el último que mencionaré es el Papa San Juan Pablo II. ¿Recuerdan lo que dije antes sobre mi lucha contra el amor excesivo al mundo? Siento que esta es una lucha con la que, Juan Pablo II probablemente se habría identificado. Era conocido por sus aficiones deportivas y su personalidad jovial y alegre, y una vez bromeó: «Me encantan las canciones y la música. Este es mi pecado polaco». Más importante aún, al seguir su vocación, llegó a reconocer que los «amores terrenales», como la amistad, el arte, la poesía y el teatro, podían ser un camino hacia Dios. Cada vez que me detengo a rezar ante su tumba en la Basílica de San Pedro, siento que saludo a un abuelo querido que me observa con orgullo mientras crezco en mi vocación divina.

Cultivar amistades con amigos terrenales que disfrutan contemplando la promesa de la vida eterna y con amigos celestiales que ya experimentan sus alegrías ha contribuido a infundir en mi corazón un anhelo por la eternidad que antes no tenía. El Buen Ladrón expresa este anhelo —despertado por su encuentro con el Señor Crucificado— cuando le pide a Jesús: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lucas 23:42). Los santos también me ayudan a encontrar esperanza en la alentadora respuesta de Jesús: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lucas 23:43). No hay por qué temer dejar atrás esta vida, porque Él nos espera —y todos los santos nos esperan— en el Cielo.

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Paraíso Perdido y Restaurado